Esto únicamente es posible cuando la persona renuncia a la actitud utilitarista y posesiva ante el mundo, a la actitud de dominio sobre las cosas y las personas, y se abre a la sorpresa de lo inesperado y lo nuevo, pues Dios siempre acude a la cita.
Unas veces, se hace presente como el fresco suave de la tarde en el jardín de la vida (cf Gn 3,8). Otras irrumpe con la violencia inesperada del fuego, como sucede en el episodio de la zarza ardiente (cf, Ex 3,2). Aunque, con frecuencia, apenas se insinúa en el horizonte, como esa nubecilla del profeta Elías, precursora de la lluvia abundante y de la fecundidad (cf 1R, 18,44); o como el susurro de una suave brisa en el silencio de la montaña (cf 1R 19,12).
Esta actitud contemplativa sólo es posible desde el recogimiento. Este recogimiento no consiste en encerrarse en sí mismo y despreocuparse de todos y de todo, sino de adentrarse en la profundidad interior del yo, donde el sentido de la propia pobreza nos hace acogedores; y donde se descubre la presencia de Dios, como un horizonte cálido de amor, verdad luminosa y de paz (19). Porque Él habita dentro de nosotros y "es en mí más yo mismo que yo", como decía San Agustín. Es como un horizonte de sentido, que nos llama, nos acaricia y nos cobija; como un horizonte al alcance de la mano, pero siempre inalcanzable.
Sólo cuando acallamos las voces que nos dispersan y cuando logramos detener el ritmo vertiginoso de la inteligencia y de la imaginación, disponemos de la luz suficiente para advertir la presencia de Dios. Entonces puede producirse esa experiencia cálida de una Presencia acogedora, que San Juan de la Cruz describe como "olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al amado".
Esta Presencia se advierte porque nos emociona y nos hiere al mismo tiempo; por el asombro desconcertante que provoca en nosotros y por el daño que nos hace al purificarnos. Isaías habla de un carbón encendido, que abrasa y purifica sus labios (cf Is 6, 6-8). Y San Juan de la Cruz, más expresivo, nos habla de una "llama de amor viva", de un "cauterio suave", de una "regalada llaga". La persona que ha vivido esta experiencia tiene la certeza de haber "visto" a Dios y hasta de haber "luchado" con Dios, como Jacob (cf Gn 32, 25-33); la certeza luminosa e inquebrantable de que se ha estado en la presencia de Dios.
Dicha experiencia no es algo que el hombre pueda conseguir, sino algo que le sucede cuando menos lo espera. Dicho esto, debemos decir que, aunque predominan los elementos pasivos, la persona no es un mero espectador pasivo, ya que busca a Dios mediante la razón y mediante el corazón "Tú hablas en mi corazón y me dices: Busca Mi rostro" (salmo 27)
Unas veces, se hace presente como el fresco suave de la tarde en el jardín de la vida (cf Gn 3,8). Otras irrumpe con la violencia inesperada del fuego, como sucede en el episodio de la zarza ardiente (cf, Ex 3,2). Aunque, con frecuencia, apenas se insinúa en el horizonte, como esa nubecilla del profeta Elías, precursora de la lluvia abundante y de la fecundidad (cf 1R, 18,44); o como el susurro de una suave brisa en el silencio de la montaña (cf 1R 19,12).
Esta actitud contemplativa sólo es posible desde el recogimiento. Este recogimiento no consiste en encerrarse en sí mismo y despreocuparse de todos y de todo, sino de adentrarse en la profundidad interior del yo, donde el sentido de la propia pobreza nos hace acogedores; y donde se descubre la presencia de Dios, como un horizonte cálido de amor, verdad luminosa y de paz (19). Porque Él habita dentro de nosotros y "es en mí más yo mismo que yo", como decía San Agustín. Es como un horizonte de sentido, que nos llama, nos acaricia y nos cobija; como un horizonte al alcance de la mano, pero siempre inalcanzable.
Sólo cuando acallamos las voces que nos dispersan y cuando logramos detener el ritmo vertiginoso de la inteligencia y de la imaginación, disponemos de la luz suficiente para advertir la presencia de Dios. Entonces puede producirse esa experiencia cálida de una Presencia acogedora, que San Juan de la Cruz describe como "olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al amado".
Esta Presencia se advierte porque nos emociona y nos hiere al mismo tiempo; por el asombro desconcertante que provoca en nosotros y por el daño que nos hace al purificarnos. Isaías habla de un carbón encendido, que abrasa y purifica sus labios (cf Is 6, 6-8). Y San Juan de la Cruz, más expresivo, nos habla de una "llama de amor viva", de un "cauterio suave", de una "regalada llaga". La persona que ha vivido esta experiencia tiene la certeza de haber "visto" a Dios y hasta de haber "luchado" con Dios, como Jacob (cf Gn 32, 25-33); la certeza luminosa e inquebrantable de que se ha estado en la presencia de Dios.
Dicha experiencia no es algo que el hombre pueda conseguir, sino algo que le sucede cuando menos lo espera. Dicho esto, debemos decir que, aunque predominan los elementos pasivos, la persona no es un mero espectador pasivo, ya que busca a Dios mediante la razón y mediante el corazón "Tú hablas en mi corazón y me dices: Busca Mi rostro" (salmo 27)
A la luz de esa Presencia y bajo su impulso, advierte el hombre que su yo más profundo se transforma. Pero es el único caso en que, al transformarse en el Otro, el hombre comprende que se hace más plenamente humano y más él mismo. Al percibir a Dios, se percibe también a sí mismo en presencia de la Realidad Suprema, que le funda y sostiene. "Al entregarse a ella, no le esclaviza, es decir, no le hace perderse como sujeto, sino que le confiere, le posibilita la más plena realización en la libertad, el riesgo y la esperanza" (21). Seguramente porque la persona humana empieza a encontrarse cuando se descubre siendo en Dios, porque "el hombre no es que tenga experiencia de Dios, es que el hombre es experiencia de Dios, es formalmente experiencia de Dios" (22).
(19) Cf P.TILLICH, La dimensión perdida, Bilbao, Edit Desclée de Brouwer, 1970, pgs 11-23
(21) JUAN MARTÍN VELASCO, El encuentro con Dios, Madrid,Caparrós Editores, 1995, pg 64
(22) XAVIER XUBIRI, El hombre y Dios, Madrid, Alianza Editorial, 1985, 2 Ed, pg 325
Hola, Andy. Qué texto tan profundo, lo he leído con mucho interés.
ResponderEliminarQuisiera añadir que no siempre es como dices: Dios a veces aparece (o re-aparece) en la vida no sólo porque uno esté sentado en el sillón o en el jardín, reflexionando, de la forma tan bella que explicas; a veces aparece (o re-aparece) en medio del caos de la vida, de los problemas, del sufrimiento. Todo parecía ordenado y deja de estarlo, y en medio del desastre vuelve a entrar la luz del sol, de Dios.
Muy buen texto, en todo caso.
Muy buena observación Fernando, estoy muy de acuerdo contigo.
ResponderEliminarDios aparece en los momentos más insospechados y, por supuesto, también en medio del caos y del sufrimiento (donde, si cabe, está aún más presente). Aparece, como dice en el texto, "con la violencia del fuego, como en la zarza ardiendo".
Te agradezco muchísimo el interés y el comentario, eres muy amable.
Un abrazo.
Andy, el texto me ha dejado sin articular palabra alguna.
ResponderEliminarEn estos momentos necesitaba leer algo así.
Volveré de nuevo.
Muchísimas gracias
Cristina, espero que fuera de tu agrado y te ayudase.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario.
¡Un abrazo grande!
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy buena entrada, no te tengo nada es sí que objetar.
ResponderEliminarCon ternura
Sor.Cecilia
Muchas gracias Sor Cecilia por pasarse por mi blog.
ResponderEliminarUn abrazo