Ya se ven los exámenes de febrero. Este año es un poco más desahogado que el anterior, porque algunos exámenes los hemos adelantado y otros atrasado, de modo que:
-El 31 de este mes tendré Teología Espiritual, examen oral.
-El 3 de febrero Seminario Metodológico, parte escrita y exposición de un trabajo, el mío se llama
Mater Ecclesiae, Notas eclesiológicas sobre la Madre de Dios.
-El 7 Mariología ,examen escrito.
Y, por último, fuera del calendario de exámenes, el primer parcial (oral también) de Misterio de Dios... que por su extensión y complicación (hay que saberse de memoria muchas citas bíblicas) lo hemos dejado para el 25 de febrero.
Bueno, pues así está el panorama.
En otro orden de cosas, ya casi estoy acabando
Escatología, de Ratzinger. Un libro muy bueno, a veces denso, que requiere de una base antropológica, teológica, bíblica y filosófica previa porque, de lo contrario, habría muchas cosas que no se entenderían nada.
De él me ha llamado la atención algo que leí sobre el carácter dialogal de la inmortalidad. Sobre esto Ratzinger comenta una homilía de san Gregorio de Nisa sobre las ocho bienaventuranzas.
San Gregorio comenta la palabra del Señor, la predilecta sin más de los Padres de la Iglesia, "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios",(Mt 5,8). Luego viene la palabra de Jesús en la oración de sumo sacerdote " Pues esta es la vida eterna: que te conozcan..." (Jn17,3). Aquí entroncamos con el anhelo griego de contemplación, el saber griego en el sentido de contemplar es vida, de que el conocimiento, el desposorio con la verdad es vida, esta gran tendencia del espíritu griego hacia la verdad se encuentra aquí confirmada e incorporada.
Pero esta palabra de esperanza y promesa tiene que convertirse en el hombre, en primer lugar, en una palabra de desesperación, en expresión de lo absurdo de la existencia ya que, en efecto, ver a Dios, la Verdad, es la vida, pero la originaria sabiduría de los pueblos, y lo mismo en la Biblia desde el Pentateuco hasta Pablo y Juan, repiten: nadie puede ver a Dios. Así se describía en el A.T. "quien ve a Dios muere".
Esto quiere expresar que el hombre, el cual quiere ver a Dios, es incapaz por sus propias fuerzas de llegar hasta Él. No tiene, por así decirlo, "derecho" de Dios. Para visualizar lo dicho hasta aquí, Ratzinger pone la siguiente comparación: Así que la situación del hombre es como la de Pedro, que intenta andar sobre las aguas, quiere acercarse al Señor y no puede. Por hablar de alguna manera, el filósofo es Pedro en el mar; con sus especulaciones quiere acabar con la mortalidad y contemplar la vida. Pero no lo consigue. Acaba por hundirse. Al final no le basta para levantarse toda la fuerza de sus especulaciones sobre la inmortalidad.
Las aguas de la caducidad superan su voluntad de contemplación. Lo único que puede salvar a Pedro - al hombre- que se hunde es la mano tendida del Señor. Y esta mano tendida nos agarra en la palabra: bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
El conocimiento filosófico se reduce a un caminar sobre las aguas, no puede ofrecer terreno firme. Sobre el mar de la caducidad nos puede mantener en pie únicamente aquel que, en cuanto Dios hecho hombre, nos saca y nos mantiene con su fuerza. Y su promesa dice así: La visión de Dios, que es vida, no la alcanza la especulación del pensamiento sino la pureza del corazón sencillo, la fe y el amor que se confían en la mano del Señor.
De este modo, la idea platónica de la vida proveniente de la verdad se profundiza aquí gracias a su transformación cristológica hasta llegar a una concepción dialogal del hombre, la cual contiene al mismo tiempo afirmaciones muy concretas sobre lo que lleva al hombre por el camino de la inmortalidad, cambiando, por ende, el tema aparentemente especulativo en algo práctico: "la limpieza del corazón" que se da en la diaria paciencia de la fe y el amor que encuentra su apoyo en el Señor, lo que hace posible la paradoja de caminar sobre las aguas, haciendo que alcance la plenitud de su sentido lo absurdo de la existencia humana. (cf. Gregorio de Nisa, OR. 6, De beatitudinibus, PG 44, 1263-1266)